Las dos primeras acepciones de la palabra «interior» que pueden leerse en el diccionario de la Real Academia Española dicen: «Que está en la parte de adentro. Que está muy adentro». Como si se tratara de algo escondido y recóndito, la definición deja en claro que se trata de lo opuesto a un exterior mucho más visible. Viviendo en un país en el que el término interior se utiliza para designar a todo territorio ajeno a la Ciudad de Buenos Aires y sus alrededores, es imposible no llegar a una fácil conclusión: las provincias representan algo oculto y desconocido comparado con las brillantes luces de la Capital. Esta visión se vuelve más relativa al entrar en el terreno literario. Los escritores del interior siempre demostraron una efervescencia envidiable que ayudó a conformar el rico mapa literario de nuestro país.

En 1937, Jorge Luis Borges intentó, con su habitual ironía, derribar la idea de una supuesta hostilidad de la Capital hacia los autores de provincia. «Sin ir tan lejos me atrevo a sospechar que ser porteño es uno de los actos más imprudentes que se puede cometer en Buenos Aires. Mejor dicho, de los actos que no se pueden, que no se deben, que decididamente no conviene cometer en Buenos Aires. La razón es clara: los porteños carecemos de encanto exótico y somos demasiados para el préstamo de socorros mutuos». El por entonces joven escritor señalaba que el grupo de los autores argentinos más importantes de principios del siglo XX estaba compuesto por dos cordobeses, un santafesino y un entrerriano: Leopoldo Lugones, Arturo Capdevilla, Martínez Estrada y Evaristo Carriego. El texto también mostraba cómo los más importantes creadores de la poesía gauchesca (José Hernández, Estanislao del Campo y Eduardo Gutiérrez) habían nacido en la ciudad más poblada del país, lejos de los paisajes campestres que retrataron.

Estas curiosidades no ocultaban que por esos años la enemistad literaria más famosa de la historia nacional se libraba entre bandos separados por solo cincuenta cuadras. La pelea entre las escuelas estéticas de Boedo y Florida fue bastante exagerada por los cronistas de la época. Quizás por eso nadie señaló el peligro de limitar la literatura argentina a una serie de reuniones que se realizaban en dos barrios de la capital. Estos hechos son los que provocan el recelo de muchos autores del interior del país, quienes deben optar entre emigrar a la gran ciudad para hacerse un lugar o intentar llevar adelante una obra personal en su lugar de origen, donde muchas veces encuentran enormes dificultades para ser difundidos. En el medio está la necesidad de encontrar una voz distintiva, la cual empuja a ciertos creadores a exagerar estéticas localistas para diferenciarse de una tradición central que se forjó entre la avenida General Paz y el Río de la Plata.

El sitio de pertenencia de un escritor no tiene que ver con el lugar donde nació y creció, sino con el cosmos que va construyendo dentro de su obra

¿Debe un escritor de provincia necesariamente escribir sobre su entorno y los problemas de su región? ¿O al hacer esto termina cayendo en el error de intentar complacer la dosis de exotismo que le demanda el establishment literario? Las imágenes tradicionales o folklóricas son un recurso válido para buscar un estilo personal. El ejemplo más célebre es el de Horacio Quiroga, un uruguayo que hizo de Misiones su territorio favorito para crear cuentos que llevan atrapando generaciones hace más de un siglo. Un estilo similar cultivó el salteño Juan Carlos Dávalos, con relatos dramáticos y fábulas infantiles pobladas de animales autóctonos y una imagen peligrosa de la naturaleza. Ambos autores tomaron el paisaje que los rodeaba para contar historias sin exagerar los estereotipos rurales o costumbristas.

Pero hay formas más complejas de cómo narrar el interior del país. Uno notable es el de Juan José Saer, quien a pesar de vivir durante más de treinta y cinco años en Francia, siempre escribió sobre los lugares en los que había crecido, construyendo una de las geografías –Santa Fe y zonas lindantes– más poderosas de la literatura en español. Algo similar ocurre con la poesía de Juan L. Ortiz y la ficción testimonial de Juan José Manauta, quienes con estéticas opuestas ofrecieron poderosos reflejos del entorno entrerriano. A la lista de autores definitivamente zonales se agregan las novelas históricas cordobesas de Cristina Bajo y las entrañables galerías jujeñas de Héctor Tizón.

Sin embargo, también hay una tradición de escritores cosmopolitas que no sienten la necesidad de atar su obra al lugar de origen. En ese sentido, nadie como Liliana Bodoc. La autora fallecida a principios de 2018 renovó la literatura fantástica latinoamericana escribiendo desde Mendoza su célebre Saga de los confines, una trilogía épica que está a la altura de las historias de J.R.R. Tolkien pero que crea una mitología fuertemente influida por elementos tradicionales de nuestro continente. De la misma provincia era oriundo Antonio Di Benedetto, quien utilizó la imaginería arcaica del interior para crear un espacio personal o «regionalismo no regionalista», ajeno al tono pintoresco en el que caían muchos de sus colegas. Detrás de novelas como Zama y de cuentos como «Aballay» hay una universalidad que provocó que muchos académicos lo señalen como un adelantado a los mecanismos experimentales de la nouveau roman francesa.

Este tipo de personalidades son las que llevaron a Juan Sasturain a afirmar: «No se puede decir que Di Benedetto es literatura mendocina. Como tampoco que Moyano es literatura riojana. Los tipos estaban ahí. Pero su visión es más audaz que la de los escritores de las grandes ciudades». Y el caso de Daniel Moyano es mucho más complejo debido a su vida trashumante. Nacido en Buenos Aires, con una adolescencia cordobesa y una madurez narrativa alcanzada en La Rioja, el creador de Tres golpes de timbal vivió sus últimos quince años en Madrid. Todos estos lugares aparecen en sus narraciones, pero también aparecen sitios fantásticos salidos de su imaginación. En definitiva, se trata de un escritor de todas partes y de ningún lugar al mismo tiempo. «Yo creo que los escritores del interior –entre los que incluyo a mis amigos Haroldo Conti y Antonio Di Benedetto– seguimos fieles a nuestro estilo, que tiene que ver más con Rulfo que con Cortázar y Borges», dijo desde su exilio español.

Todo este variado abanico de estilos confunde y dificulta llegar a una conclusión. Quizás un clásico universal puede ofrecernos una respuesta. Muchas obras conocidas de William Shakespeare –Romeo y Julieta, Otelo, Antonio y Cleopatra, Mucho ruido y pocas nueces, Julio César, etc.– están ambientadas en Italia, aunque el dramaturgo inglés jamás pisó ese país. Estaba fascinado por el espíritu romántico y los paisajes mediterráneos de esa región, por lo que construyó ficciones que utilizaban esa geografía de un modo personal. De esto se desprende que el sitio de pertenencia de un escritor no tiene que ver con el lugar donde nació y creció, sino con el cosmos que va construyendo dentro de su obra. En definitiva, más allá de edificios, selvas, pampas y cordilleras, hay paisajes ilusorios que son los que indican realmente el anclaje de un autor. Y esa es la provincia que verdaderamente importa.

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